jueves, 15 de marzo de 2012

 

Los vecinos sabían de la sabiduría que tenía aquel hombre de cabellos cortos, bigotitos bien limitados sobre le labio y lentes redondos. Era flaco. Siempre usaba ropas holgadas. Los sacos colgaban de sus hombros y la túnica blanca, inmensa, le llegaba hasta los tobillos. Parecía un espantapájaros, un loco, pero sabía mucho y eso lo reconocía todo el mundo.
Para las quemaduras había inventado una fórmula extraña: no más de un gramo de sulfadiazina de plata, apenas un poquito de digluconato de clohexidina y excipientes. Daba resultados, sin dudas, curaba las quemaduras, pero tenía un olor tan fuerte que la gente cruzaba la calle o se hacía la distraída para no encontrarse con quien la usara.
Mucha gente nerviosa, tensa, de esa que anda con ojeras marrones y cara triste, lo visitaba para pedirle el "frasquito natural" como él mismo lo llamaba. Era una mezcla de boldo con piscidia, un poquito de crataegus, bastante passiflora y mucha paulina, todos yuyos descubiertos en la antigüedad, cuando los alquimistas buscaban convertir el plomo en oro y lo que convertían eran flores y plantas en medicinas o inventaban la pólvora. Este licor espeso y rosado era de maravillas, pero tranquilizaba tanto a la gente nerviosa que las dormía ahí nomás, donde estuvieran. Más de uno había protestado pidiéndole que la hiciera más suave porque siempre la tomaba por la mañana y se queda dormido de pie, frente al water. Alguno tuvo peor suerte todavía y la tomó antes de pasar una velada amorosa con su novia, por primera vez y se quedó profundamente dormido sobre ella, con sus ciento veinte quilos brutos. La novia también le quitó el saludo al viejo farmacéutico.
Para el resfrío tenía una fórmula muy original, absolutamente efectiva, particularmente cuidada, ya que era la de mayor demanda en los meses de invierno. Se trataba de una suerte de cementerio de microorganismos, de neumococos, estreptococos, estafilococos y otros, junto a polen vegetal concentrado, polvo doméstico, pelos de perro, gato y caballo, y plumas. Se debía mantener en lugar fresco y lejos de la luz y no solo era efectivo contra el resfrío sino muy eficaz para las alergias, los catarros, el asma y las mañas para comer. Eso sí, daba unas diarreas que nadie aguantaba y el papel higiénico tenía mucha salida, tanto que el almacenero se lo mandaba de regalo.
Temístocles, -así se llamaba el hombre en honor a su tocayo griego que se convirtiera en líder demócrata después de la primera guerra médica, que de medicina no tenía nada. había sido educado por su padre, también farmacéutico, quien a su vez había sido entrenado por el abuelo, que había heredado todos los conocimientos de una vieja sin nombre, que se los había dado para que alguien siguiera buscando la fórmula de la vida eterna. Cuentan que esa vieja, casi bruja o hechicera, trasmitió los conocimientos en una sola noche, sentada sobre la letrina, luego de curarse un resfrío. Murió deshidratada por la imparable cagalera.
Ahora, casi cien años después, Temístocles seguía trabajando. Mientras sus investigaciones públicas resultaban en esos menjunjes curativos, por las noches pasaba horas en la pieza del fondo estudiando el elixir de la vida o licor de la eternidad. Temístocles había intentado con mezclas de todo aquello que tuviera algo que ver con la vida o que fuera origen de la vida o que alimentara la vida humana. En ese sentido tenía decenas y decenas de frascos con huevos de gallina entreverados con escamas de pescado de río, algas descompuestas, sal atlántica y polvo de roca que era solamente arena. El color era muy interesante: iba del amarillo intenso al lila, con vetas verdosas en todos los casos, pero lo inaguantable era el olor a podrido de todos esos envases cerrados con corchos renegridos.
En la estantería más alejada había toda clase de combinación con huesos de animales, ojos de gato, plumas de gorriones y frutas secas también adentro de botellas en cuyo interior todo fermentaba, se pudría y finalmente terminaba en un color homogéneo, mortuorio e inútil, porque tomar aquello, muy lejos de dar vida eterna, resultaría en una mortal intoxicación. Y en esas pruebas había trabajado toda su vida al igual que su padre, su abuelo, su bisabuelo y más atrás, hasta la vieja bruja, inventora de aquellas alquimias. Nadie dejaba de reconocer que Temístocles era, sin embargo, un gran sabio. Gente venida de todos lados lo visitaban para consultarlo y lo que él sugería daba algún resultado.
-Es que la gente cree en lo que yo le doy y eso ya es casi la completa curación -decía y tenía razón. Todos creían en sus preparados menos él, cuya única intención era llegar al licor de la eternidad o elixir de la vida o brebaje para evitar la muerte o menjunje de la juventud sin fin o, simplemente, "el preparado" como Temístocles solía llamar a lo que sería su invento más importante.


PABLO NOE VALERIA GARCIA 2°I

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